
Buenos Aires, que fue tu casa por tantos años, hoy se detiene para honrarte. Las luces de la Ciudad brillan distinto, en señal de respeto y gratitud. En cada rincón porteño se siente tu ausencia, pero también tu huella: en los templos, en los pasillos del subte, en las plazas donde caminabas como uno más.
Fuiste un vecino silencioso, un pastor cercano, una presencia humilde que muchos recuerdan con afecto. Saludabas, escuchabas, acompañabas. Y desde esos gestos simples, llegaste a ser un faro para millones en el mundo.
Hoy la Ciudad que te vio partir hacia Roma, te despide con el corazón en la mano. Gracias eternas, Francisco, por enseñarnos que el amor, el diálogo y la paz empiezan por casa.
Que cada vela encendida y cada luz en tu nombre nos recuerde el poder de la humildad y el valor de la fe.